martes, 19 de febrero de 2013

Protocolos absurdos

Desde pequeña, las cosas importantes nunca me han preocupado demasiado y, sin embargo, para las cosas más insignificantes tengo protocolos maniáticos y meticulosamente estudiados que rozan el fanatismo. Sí, a veces doy miedo.

El caso es que, riéndome de mis propias manías, acabo de recordar que, de pequeña, mi merienda en el recreo era un bocadillo de jamón (cómo se echa de menos). Pero a veces, por caprichos del azar, me levantaba una mañana y no había jamón, o pan, o ambos. Esos días para el recreo me preparaba tres galletas de chocolate cuidadosamente elegidas, las envolvía en papel de aluminio, y pensaba “¡qué suerte tengo hoy!” (no me juzguéis. A día de hoy patalearía hasta conseguir mi bocadillo de jamón, pero en aquellos tiempos no tenía bien ordenadas mis apetencias). En fin, a lo que iba. Cuando se acercaba la hora del recreo empezaba la sialorrea, y en cuanto sonaba el timbre, sonriendo, sacaba mi paquetito de galletas y empezaba el protocolo. Estudiaba con la mirada cada una de las galletas: su tamaño, la cantidad de chocolate de cada una, sus posibles rotos (si los había, me auto-martirizaba pensando que era incapaz de llevar desde casa hasta el cole unas cuantas galletas que sobreviviesen en perfecto estado. La de cosas tontas que piensan los críos…). Así pasaba los primeros 10 minutos del recreo, hasta seleccionar la mejor galleta. Justo ésa sería la última que me comería. Porque sí, porque parece ser que nacemos sabiendo la regla esa de dejar siempre lo mejor para el final.
A todo esto, y antes de seguir contando mi historia, he de decir que de pequeña me compadecía de todo. Y cuando digo todo, es todo. Una vez pisé un caminito de hormigas en el campo y me sentí tan mal de pensar que ya no sabrían cómo llegar a su casa, que fui cogiendo las hormigas con mi mano y llevándolas hasta el hormiguero. Después, arranqué hojas de un árbol, las rompí en trocitos y las puse junto al hormiguero para que tuvieran comida cerca. “Lunita arregla-crisis”. Evidentemente, no pensé en la salud del árbol, o en que quizás mi mano salva-vidas solo sirvió para acojonar aún más a las hormigas. Pero bueno, todo el mundo sabe que mi inteligencia siempre fue limitada.
Total, que volviendo a lo de las galletas, cuando me comía la segunda, terminaba el zumo para que así, el último sabor que me quedara en la boca fuese el de La Galleta. La miraba un rato: bordes redondeados, extra de chocolate, ningún roto visible. Era perfecta… Y justo en ese momento, se acercaba algún amigo que no había traído comida ese día y me preguntaba si me quedaba alguna galleta para darle. En esos momentos, aparentemente no me inmutaba, pero por dentro reprimía un sentimiento de odio absoluto y ahogaba el grito de “¡¡no has tenido recreo para pedirme alguna de las otras galletas mediocres que me he comido, ¿no?!!”. Pero, de repente, mis ojos convertían a ese niño en una indefensa hormiguita que no sabía volver a casa porque algún desalmado había pisado el caminito que llevaba todo el día recorriendo. Entonces, sonreía con toda la sinceridad que mi guerra interna me permitía y le daba la puñetera galleta. Lo que él no sabía, es que para él era una galleta sin más, pero para mí era la galleta que había ocupado mi cabeza durante toda la mañana, a la que le había dedicado casi la mitad del recreo.
Afortunadamente, esto no me pasaba siempre. Pero sí más de una vez (el resto de veces no pasaba porque me acordaba de esconderme para tomarme la última galleta). Y lo peor es que, por mucho que pasara, no aprendía, porque si había algo ineludible en mi protocolo de loca maniática era eso de que lo mejor siempre se deja para el final.

Pues bien. Toda esta historia tonta (pero verídica) viene a que, a pesar de que hace muchas mañanas que yo ya no tengo recreos ni galletas de chocolate que clasificar, mis protocolos siguen ahí, perennes. Y no es por nada pero, lo de que es mejor dejar lo más bueno para el final es una SOPLAPOLLEZ. Con mayúsculas, negrita y varios signos de exclamación.
Yo me he cansado de esperar. Porque nos pasamos la vida esperando, dejando lo mejor para después y, la mayoría de las veces, la espera no suele merecer la pena. Porque se trata de aprovechar lo mejor mientras se tenga, que después ya buscaremos lo mejor del siguiente momento. Y porque si alguien viene en el último segundo a pedirnos la galleta, se la daremos hasta de buena gana porque lo mejor ya lo estamos viviendo, y lo demás… ¡qué más da lo demás!

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