domingo, 9 de junio de 2013

Sal con una chica que no lee (por Charles Warnke)

Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo continuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.


Charles Warnke.


viernes, 31 de mayo de 2013

Planes.

Yo solo quería andar sin rumbo; apurar el paso, y el vaso; tropezar de vez en cuando, y quizás repetir, solo si la piedra es bonita. Y jurarme no regresar.

Yo solo quería seguir construyendo mi inquebrantable muralla, con una puerta trasera para cuando la piel pidiera más.

Yo solo quería guardar las balas que se estrellaron en mi esternón, coleccionarlas, nombrarlas una a una; todo, para no olvidar que estoy mejor sola conmigo.

Yo solo quería restaurar mis aurículas, y desgarrar las de los demás.

Yo solo quería enseñar los dientes por las mañanas; por las tardes, odiar en silencio a las parejas que pasean cosidas por sus falanges; y llorar hasta la deshidratación por las noches.



Y entonces, apareciste tú, sin pedir permiso, con la mirada convencida y el pecho expuesto. Apareciste, valiente estúpido, para enfrentarte con mis gigantes. Y tras destrozarlos uno a uno, me pediste que sonriera.
Con eso fue suficiente para desordenar todo mi mundo.


Porque yo solo quería dejar de querer. Y ahora solo quiero querer(te) más.


lunes, 6 de mayo de 2013

Cinefilia

Teniendo en cuenta la deprimente evolución del cine en los últimos años, encontrar alguna película realmente buena (o solo buena, o un poco buena) es casi imposible, sin el casi. Pero de vez en cuando, como buena cinéfila que soy, me invade un rayo de esperanza cinematográfica y decido darle una oportunidad al séptimo arte. Y a veces, casi sin querer, me encuentro cosas como ésta.
"Dogville", obra de Lars Von Trier, no es la mejor película que he visto, pero en mi opinión, merece la pena verla nada más que por este fragmento:


- La culpa es solo de las circunstancias. Los violadores y los asesinos puede que sean víctimas según tú, pero yo, yo los llamo perros, y si lamen sus propios vómitos, el único modo de detenerlos es con el látigo.

- Los perros solo se guían por su instinto, ¿por qué no íbamos a perdonarlos?

- A los perros les podemos enseñar muchas cosas, pero no si les perdonamos cada vez que se dejan llevar por su instinto.

- ...soy arrogante. Soy arrogante porque perdono a las personas.

- Por Dios... ¿No te das cuenta de lo condescendiente que eres al decir eso? Tienes la idea preconcebida de que no hay nadie que pueda alcanzar los elevados valores morales que tú tienes, y disculpas a todos. No puedo pensar en nada más arrogante que eso. Tú, mi querida hija, perdonas a los demás con excusas que por nada del mundo admitirías para ti misma...

- ¿Por qué no voy a ser clemente? ¿Por qué?

- Tienes que ser clemente cuando el momento lo exige. Pero también tienes que conservar tus valores, se lo debes a ellos. El castigo que mereces por tus tropiezos, ellos lo merecen por los suyos.


Quizá a vosotros no os parezca nada del otro mundo, pero a mí me pareció una genialidad.

martes, 19 de febrero de 2013

Protocolos absurdos

Desde pequeña, las cosas importantes nunca me han preocupado demasiado y, sin embargo, para las cosas más insignificantes tengo protocolos maniáticos y meticulosamente estudiados que rozan el fanatismo. Sí, a veces doy miedo.

El caso es que, riéndome de mis propias manías, acabo de recordar que, de pequeña, mi merienda en el recreo era un bocadillo de jamón (cómo se echa de menos). Pero a veces, por caprichos del azar, me levantaba una mañana y no había jamón, o pan, o ambos. Esos días para el recreo me preparaba tres galletas de chocolate cuidadosamente elegidas, las envolvía en papel de aluminio, y pensaba “¡qué suerte tengo hoy!” (no me juzguéis. A día de hoy patalearía hasta conseguir mi bocadillo de jamón, pero en aquellos tiempos no tenía bien ordenadas mis apetencias). En fin, a lo que iba. Cuando se acercaba la hora del recreo empezaba la sialorrea, y en cuanto sonaba el timbre, sonriendo, sacaba mi paquetito de galletas y empezaba el protocolo. Estudiaba con la mirada cada una de las galletas: su tamaño, la cantidad de chocolate de cada una, sus posibles rotos (si los había, me auto-martirizaba pensando que era incapaz de llevar desde casa hasta el cole unas cuantas galletas que sobreviviesen en perfecto estado. La de cosas tontas que piensan los críos…). Así pasaba los primeros 10 minutos del recreo, hasta seleccionar la mejor galleta. Justo ésa sería la última que me comería. Porque sí, porque parece ser que nacemos sabiendo la regla esa de dejar siempre lo mejor para el final.
A todo esto, y antes de seguir contando mi historia, he de decir que de pequeña me compadecía de todo. Y cuando digo todo, es todo. Una vez pisé un caminito de hormigas en el campo y me sentí tan mal de pensar que ya no sabrían cómo llegar a su casa, que fui cogiendo las hormigas con mi mano y llevándolas hasta el hormiguero. Después, arranqué hojas de un árbol, las rompí en trocitos y las puse junto al hormiguero para que tuvieran comida cerca. “Lunita arregla-crisis”. Evidentemente, no pensé en la salud del árbol, o en que quizás mi mano salva-vidas solo sirvió para acojonar aún más a las hormigas. Pero bueno, todo el mundo sabe que mi inteligencia siempre fue limitada.
Total, que volviendo a lo de las galletas, cuando me comía la segunda, terminaba el zumo para que así, el último sabor que me quedara en la boca fuese el de La Galleta. La miraba un rato: bordes redondeados, extra de chocolate, ningún roto visible. Era perfecta… Y justo en ese momento, se acercaba algún amigo que no había traído comida ese día y me preguntaba si me quedaba alguna galleta para darle. En esos momentos, aparentemente no me inmutaba, pero por dentro reprimía un sentimiento de odio absoluto y ahogaba el grito de “¡¡no has tenido recreo para pedirme alguna de las otras galletas mediocres que me he comido, ¿no?!!”. Pero, de repente, mis ojos convertían a ese niño en una indefensa hormiguita que no sabía volver a casa porque algún desalmado había pisado el caminito que llevaba todo el día recorriendo. Entonces, sonreía con toda la sinceridad que mi guerra interna me permitía y le daba la puñetera galleta. Lo que él no sabía, es que para él era una galleta sin más, pero para mí era la galleta que había ocupado mi cabeza durante toda la mañana, a la que le había dedicado casi la mitad del recreo.
Afortunadamente, esto no me pasaba siempre. Pero sí más de una vez (el resto de veces no pasaba porque me acordaba de esconderme para tomarme la última galleta). Y lo peor es que, por mucho que pasara, no aprendía, porque si había algo ineludible en mi protocolo de loca maniática era eso de que lo mejor siempre se deja para el final.

Pues bien. Toda esta historia tonta (pero verídica) viene a que, a pesar de que hace muchas mañanas que yo ya no tengo recreos ni galletas de chocolate que clasificar, mis protocolos siguen ahí, perennes. Y no es por nada pero, lo de que es mejor dejar lo más bueno para el final es una SOPLAPOLLEZ. Con mayúsculas, negrita y varios signos de exclamación.
Yo me he cansado de esperar. Porque nos pasamos la vida esperando, dejando lo mejor para después y, la mayoría de las veces, la espera no suele merecer la pena. Porque se trata de aprovechar lo mejor mientras se tenga, que después ya buscaremos lo mejor del siguiente momento. Y porque si alguien viene en el último segundo a pedirnos la galleta, se la daremos hasta de buena gana porque lo mejor ya lo estamos viviendo, y lo demás… ¡qué más da lo demás!